¿Por qué será que para quitar un clavo
muchas veces hay que poner otro?
Porque el dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro. Un maestro que desde el infierno nos enseña a hablar con Dios.
No existen conversaciones más sinceras que las que se producen desde el más puro sufrimiento. Y no hay cilicio ni gato de nueve colas ni cristales en los zapatos que se acerque siquiera al calvario de llevar durante toda una vida el Diospyros negro de una cruz.
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