Y entonces llegó la barca y con ella las amapolas. Y una carta.
«Yo no puedo venir. Pero sí puedo enviarte una barquita con un poco de esa tierra tuya, con amapolas, muchas amapolas de esas que te llegaban a la cintura y que algunas más altas te golpeaban la cara.
Recoge mi regalo en la orilla de tu corazón y si riegas con la debida memoria volveremos a estar juntos corriendo entre el trigo, que siempre, verde o dorado nos recogía en su regazo y en el que nos tumbábamos boca arriba para mirar el cielo.
Siempre me dije que las amapolas son flores de la soledad. Y así era: te pasabas horas contemplando y acariciando esas flores. Pisabas con cuidado para no aplastar ninguna. Te recuerdo pequeña con esos vestidos que te hacías con trapos y sábanas viejas, a base de nudos y cuerdas.
El campo, las amapolas y tú. Os convertíais en un solo lugar, uno solo en el mundo. Y a mí me gustaba mirar ese lugar, esperando sin esperar. Hasta que la tarde caía y yo te ladraba porque se hacía tarde. Y siempre volvías con una amapola que me la ponías en el collar. Me gustaban esos paseos de vuelta a casa. Por sus silencios, por sus abrazos y esos te quiero mucho, que eran unos pocos pero para mí valían mucho.
Porque yo también te quiero.»
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