Existo desde el Génesis.
En ese tiempo cuando el mundo
era solo mar, yo con mis cortas alas
volé hasta encontrar tierra
y posarme en un olivo.
Y como el hombre es incrédulo,
y otras cosas que aquí he omitido,
por más creyente y santo que sea,
hay que darle de todo prueba.
Y, por eso, llevé en mi pico una ramita
que entregué al padre de los antiguos.
Y de nuevo comenzó el mundo,
las aguas retrocedieron, los animales
repoblaron la tierra y, por un corto
instante, el hombre vivió en paz.
Pero la paz, como he dicho,
duró poco y poco o nada importó
ese gran Diluvio. De nada
importó la muerte
de quien habitara la tierra.
Hombres, animales y plantas
fueron sepultados para
con ese terrible final
fundar un nuevo principio.
Un principio de otro final.
El odio brotó con la fuerza
de la hiedra venenosa
y se apoderó del corazón
de los hombres.
Para entonces Afrodita y yo
fuimos compañeras:
Amor y Paz, nuestros estandartes;
nuestro mensaje siempre
fue claro y luminoso.
Pero Afrodita fue romanizada
y en una Venus quedó pelada.
Alcé el vuelo y bajo mis pies
creció un Imperio que casi
ocupaba un cielo: La civilidad armada
a la que llamaron con paternalismo
La romanización.
Pasó el tiempo y por los cristianos
fui recordada, la paloma que anunciaba
el fin de un gran castigo y el inicio
de una nueva oportunidad
de mejora.
Y de nuevo, pasó el tiempo,
no mucho en mi memoria.
República, Dictadura e Imperio cayeron.
Y las monarquías resurgieron.
Los treinta reyes volvieron,
y durante diez siglos se afanaron
en dibujar con sangre las fronteras.
Cada tanto, una guerra y tras ella
un mapa nuevo a pesar de que ni río,
ni montaña se movieran con ello.
Y como no podían mover montañas
movieron sus pueblos, y cuando no pudieron mover sus pueblos, con ellos
hicieron montañas.
Montañas de muertos hicieron.
Primero orgullo y después vergüenza,
a todos los muertos en nichos metieron. Como basura que se oculta
bajo la alfombra, allí se pudrieron.
Pasó el tiempo. No mucho.
Y de repente me vi en camisetas
y gorras, banderas blancas
y vientres de embarazadas,
incluso estuve con Lucy
y los diamantes de su cielo
caleidoscópico. La música sonaba.
Atrás quedaban dos guerras mundiales
una paz armada y una guerra
de Vietnam que no se acababa.
Mientras, en los parques alegres
de una dictadura, yo y cientos como yo,
mis hermanas palomas, vivíamos
en los parques y plazas.
Allí los ancianos nos alimentaban
con mendrugos de pan mojado.
Y, cuando se podía, con alpiste
y maíz, una era verdaderamente feliz.
Y nada malo se esperaba.
En algunos pueblos, sobre columnas,
construyeron palomares y allí
fuimos también felices entre los árboles
de los parques. Los fines de semana
nos fotografiábamos en los brazos
extendidos de los niños, que junto
a sus abuelos comida nos daban.
Pasó el tiempo, no mucho
y la ciudad se fue
convirtiendo en un lugar hostil.
Fuimos tratadas como basura
y peor que a basura: todo edificio
fue revestido de pinchos, hierros
y púas. Los parques se convirtieron
en cemento, con más pinchos, más hierros y más púas.
Ya ni bancos para que se siente la gente, no vaya a ser que amanezca
allí la gente tirada. Porque a la gente hoy día también la tiran a la calle
y cuando están allí tampoco
los quieren allí.
Y por eso a los bancos de los parques y plazas les han puesto pinchos,
hierros y púas, también.
Incluso le ponen candados a la basura
porque hasta la basura les es negada
a la gente tirada.
Como a mí el pan duro
y la miga mojada.
Así lo dicta lo ordenanza municipal:
si das de comer a las palomas
denuncia y sanción y no hay prisión
porque prefieren el pago de una multa.
Y es que hoy día tener corazón
es un crimen, o peor aún, una debilidad
digna de todos los males, por la que
uno paga y paga y, aún pagando,
le siguen castigando.
Es que no puede ser,
si eres civilizado a nadie puedes querer.
Soy una paloma que está viendo
un mundo de su principio a su fin.
En mi pueblo no hay lugar ni para
los estorninos, ni para golondrinas.
El hombre ya no ama sus cantos
ni ese precioso volar que no deja
de recordar la importancia
de la vida y su belleza.
A la gaviota también
han criminalizado, no importa si
en sus alas trajo alguna vez
la libertad. Estorba, es indecente
y descarada. A escobazos se la mata
si tiene la osadía de acercar la pata
a una de esas miles de terrazas
donde la tapa y el vinillo,
el plato combinado y la degustación
son una forma de diversión
que a todos contenta
en alguna ocasión.
Soy una paloma y heme aquí
pidiendo un poco de compasión
para que me permitas vivir
en tu mundo que en otro tiempo
fue mío y que jamás te negué,
ni aún cuando me echaste veneno
en la comida que me colocabas,
o en el que echabas
en los rincones donde dormía.
Porque al culpable siempre le acaba
sobrando su víctima a la que remata
y una y otra vez. Hasta que no quede
ninguna paloma, ni vestida ni blanca,
y sólo se nos reconozca mal pintadas
en las hojas de papel, torpemente
dibujadas, torpemente recortadas,
torpemente conocidas.
Y torpemente olvidadas.
Soy una paloma que te pide humanidad
en ese tu humano ser.
Soy una paloma que te pide
sensatez en ese tu sabio saber.
No me condenes a mí
pues te condenas a ti también.
A ti, también.
A ti, también.
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