todo empieza y
todo puede acabar.
Un martes cualquiera.
De hecho es tan cotidiano
que un martes cualquiera
convierte en una persona cualquiera
a quien de otro modo,
durante tanto tiempo, tantos años,
fuera un observador clínico.
Se acabaron los comités,
el halo lumínico ha ampliado
su radio hasta desaparecer
en el firmamento. El proceso
tiene lugar en silencio,
bajo palabras conciliadoras
de despedida y buenos deseos.
Gestos protocolarios,
pero en este caso, sinceros.
A su lado permanece un turista
de bata blanca y talante amistoso.
Jamás será demandado por
sus desatenciones y negligencias.
Ha conseguido ese nivel
de patetismo simpático
que le concede total impunidad.
Podría cortarle la cabeza
a alguien con una cuchara sopera,
y sería disculpado hasta
por el propio fallecido.
Todos tenemos un día tonto,
un mal día, un descuido
y una cuchara sopera.
O quizás, no.
En el diario local, un titular
nada asombroso: «Cada día
cuatro pacientes nuevos
en la unidad de psiquiatría».
El motivo de la consulta
siempre es el mismo:
no tienen, han perdido
o les han quitado su cuchara sopera.
En realidad el problema
no es la ausencia de la cuchara sopera,
sino del plato que está vacío.
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