El viaje de tres a ocho
de la mañana
es un viaje corto
pero de una larga estancia,
estancia onírica,
que alcanza casi una vida
en plena danza,
y concluye en un laberinto
de absurdos y chanzas.
Por fin has vuelto,
has despertado y te levantas.
El agua fría de una ducha
es la dicha para quien
tiene noches hirvientes
como infernales pozas
de lodo, lava y nada.
En la férula que te sacas
la marca de tus muelas
es el único testimonio
que puedes aportar
ante ese juicio que te impones
del será o no será verdad.
Los pretéritos mezclados
sin gracia se van desgranando
dentro de la taza. Y el té
con su singular magia
funde ese estado
en un estado de olvido.
El día en este mundo
se reinicia y con él
tú también debes reiniciarte,
recogiendo, anudando,
pegando y conformando
todas esas tus partes.
Partes, que tratas con cuidado
pues son trozos con filo.
El espejo te da su aprobación
y, de nuevo, vuelves esperando,
no muy seguro de si es bueno o no,
volver a esa función tan teatral
como cotidiana que es el normal
vivir de este vivir sin ganas.
Y es que tu alma, a veces,
llega tarde, en otro tren, en otra gama.
Pero por fin cuando llega
primero se superpone
y, después te llena.
¡Empieza el día, qué alegría!
¡No puede haber pena
con el regalo de otro día,
en esa corta, siempre corta vida!
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