Tomamos nuestra mente y la convertimos en un candado. Cogemos ese candado y lo cerramos. Y pintamos un ojo sobre él. Ése es el principal argumento de los que dicen tener una visión.
Como si el latón, el acero y un poco de pintura pudieran hacer eso. Y con eso somos capaces no ya de tener una idea, sino de formar una cultura entera. Con latón, acero y pintura.
Hay que abrir el candado. Necesitamos aceptar nuestra ignorancia. Porque ignoramos muchas cosas. Demasiadas.
Decir «No lo sé» más a menudo nos conecta con esa realidad.
Y esa es la única forma de llegar a saber algo.
Porque nada hay tan vacío como alguien que dice estar lleno estando vacío.
Esa falta de honestidad, no ya con los demás, sino para con uno mismo es el principal motivo por el que la gente está tan mal hoy día.
Decir «no lo sé» nos libera totalmente. Porque no hay que fingir nada, no hay que vivir la impostura que exige la mentira. No lo sé, no lo sé, no lo sé…
No lo sé, no lo sé, ¡no lo sé!
Es un ejercicio sencillo con el que se comprueba cómo nuestro cerebro pasa a tener más riego sanguíneo porque los hombros y el cuello ya no cuelgan de ese gancho de carnicero que es la mentira, que nos obliga a vivir de pie, de puntillas.
¡Diga «no sé» y libérese! ¡Anímese! Y a base de hacer ese ejercicio, quizás lleguemos a entender que nuestra mente no sea un candado. Porque no lo es.
Quizás entendamos que precisamente en ese «no sé» hay un amanecer de todos los tiempos lleno de buenas expectativas. Porque un mundo nuevo empieza. El mundo real.
Los escépticos dirán que el mundo real es horrible. Quizás. Pero es infinitamente más horrible vivir en esa vesania, que es el candado. Ese candado que es furia, delirio y manía… Un triste candado con un ojo pintado; un ojo abierto en un candado cerrado.
Y aún teniendo esta certeza cabe preguntarse si a pesar de entender todo esto no estaré yo misma atrapada en un candado también. ¿Lo estoy? No lo sé.
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