Cuando celebras la historia de tu alegría, en el recuerdo de que tu ser es un cuenco roto debes hacerlo con oro y platino. Cada impacto y cada quiebra cobran su verdadero valor.
Y entonces esas brechas doradas pasan a ser lo que realmente son; la persona que tú eres. Cincelada golpe a golpe y caída a caída, cada día el siniestro sabor a carbón que se desliza por la garganta hasta lo más hondo da a tu vida su sentido auténtico.
En la cultura japonesa se hace con la cerámica. Hasta con la más fina. El énfasis del oro supera incluso la belleza del artefacto. Quizás porque en esa reparación, más allá del arte y la belleza, se llega a ese estado de ataraxia que es calma y conciliación. Este método de reparación, el Kintsugi o Kintsukuroi supera, en dignidad y belleza, incluso al objeto creado.
El Kintsugi sugiere empalme, el Kintsukuroi, reparación. Empalmar y reparar con oro.
Una sonrisa también puede ser recuperada con estos métodos. Basta con poner oro en la fragua del propio corazón. Y dar calor con el vivo deseo de sentir la vida en cada rincón de nuestro cuerpo.
Poco después de esbozar esa sonrisa, el alma liberada de su prisión, que es el sufrimiento, recorre todos los filamentos de nuestro cuerpo, hasta penetrar en la esencia atómica de su propia composición. Llega la calma, el sosiego, la ataraxia sublime que hay en la contemplación.
Lo que gusta llamarse como reconexión. Y es cierto, para sentirnos uno con el mundo, primero debemos unir nuestras partes rotas. Para desprendernos entonces del temor supino.
Pues la quiebra es quiebra solo cuando no hay reparación. Una vez recompuesto, ese desquebrajo, curado con el oro de la indulgencia que supone ser compasivo con uno mismo, volvemos a la vida y su natural estado.
Y nada hay tan osado como expresar esa clase de sonrisa que no se avergüenza de haber llorado. Porque en esa sonrisa también hay una promesa de amor a la vida.
Consagrada como sólo puede hacerse, con respeto.
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