La piel como la mayor
de las fronteras
que se cierne en la tierra
entera, piel que luce y trasluce,
que empaña y que engaña.
Piel que no es piel
sino una bonita o fea legaña
que aletargada queda,
que se enquista y que se pega
que enturbia la percepción
de todo lo que las cosas son.
Tan diferentes siendo iguales,
que todas las banderas quedan
reducidas a simples retales,
de harapos y otros trapos
regurgitos de ranas y sapos,
que con sus lenguas y escupitajos
ensalzan; pretenden meter
en sus bocas, esos infames sacos,
todo lo que quepa y no quepa
en nombre del Eslabón,
su eslabón con su propio nombre
un nombre de clase o nación,
haciendo de su condición
la única condición posible
y haciendo de todas las demás
estados de la materia horribles…
abominables figuras que
no merecen más que muerte
sin sepultura, destinados a ser
lo que no son pues ni para eso
sirven tal es su presunción:
por lo que hay que procesarlos
para convertirlos en algo,
mínimamente útil,
mínimamente sano.
De modo que mientras vivan,
vivirán aplastados bajo el peso
de esa humildad impuesta,
que es culpa manifiesta
con una condena detallada
en lo amplio y ancho de su piel.
La piel entonces es la gran delatora
que señala y sentencia
en todo lugar y en toda hora.
La piel honra y honora
y a los que no, señala esa fatal hora
que se da en su propio nacimiento,
el comienzo de su más o menos
útil sufrimiento, un sentimiento
que en verdad nada importa…
pero que hace dócil y productivo
al que de otro modo
posee la soberanía de un ser vivo.
Noche
Noche. De vuelta a casa por el sendero del nunca pasa me tumbé en el suelo para mirar el cielo. Para mirar el cielo y sentir el suelo para comprobar que en ese inmenso espacio que hay entre cielo y suelo caben todos mis sueños. Una sonrisa emerge en ese suspiro que la...
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