de un pequeño fantasma
que vivía entre ramas y lápidas.
Una noche de Tramontana
el viento le trajo un pijama,
pijama que era una sábana
y eso le hizo muy feliz.
Era un fantasma pequeñito
y la sábana era de una cunita,
la cuna de algún niño
con papá y mamita.
Él no tenía a nadie
porque en los cementerios
todos duermen para siempre.
Bueno, excepto él que allí vivía.
De día jugaba con ardillas
y de noche a los murciélagos,
sentado en una lápida
que de tan vieja
el nombre ya no se leía,
curaba sus golpes y sus heridas
pues esos murciélagos
se volvieron torpes
con tanta antena y porquerías.
Con su sabanita también
a los polluelos que caían,
él los recogía y
con mucho cuidado
a sus nidos los devolvía.
La noche era siempre más divertida
porque podía ponerse su pijama
y sentirse todo un fantasmilla.
Iba y venía, arriba y abajo
hasta que llegaba la media noche
y se sentaba en esa lápida,
ésa que de tan vieja
el nombre ya no se leía.
Y allí esperaba al Rey Amarillo
que le prometió volver un día,
tras dejarlo allí siendo sólo un niño.
Siempre de doce a una,
como le prometió en su día,
allí lo esperaba con ilusión y alegría;
y esa promesa lo tuvo allí
viviendo más allá de la propia vida.
El pequeño fantasmilla
que recogía nueces, para ratas
y también ardillas.
Que ayudaba a los castores
con sus elaboradas guaridas;
que siempre jugaba y a todos quería,
tan sólo se sentía triste
una hora al día, a la medianoche
que era su medio día.
Sentado allí, esperando
a ese rey amarillo
que nunca más volvería.
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