Algo que puede ser extremadamente irritante pero comprensible en el proceso evolutivo humano. Cuando un bebé llora o grita con ese volumen está convencido de que la vida le va en ello. Y es natural que utilice ese recurso.
Pero, cuando el umbral de los ochenta decibelios se da o es superado en el receptáculo minúsculo, de quince metros cuadrados, con cinco mesas, pequeñas y pequeñitas, y doce personas, de todos los tamaños y colores, en lo que se refiere como cafetería con encanto, sí me da por pensar en artilugios como el de la fotografía: un chupete para cada uno, a ver si se relajan un poco; con un modulador de volumen de voz integrado, por si el chupete no es suficiente para paliar sus inquietudes vitales.
Con todo, es un asunto difícil eso de hablar gritando sin perder la compostura. Las mujeres suenan como un aquelarre apócrifo de histéricas pretenciosas. Los hombres, por su parte, de estar en un charca, sus emisiones fónicas no podrían distinguirse de las de los sapos en celo, que pugnan entre ellos por emitir la voz más grave, para conquistar a la dama verde.
Al final, en esta retorcida mente mía, que sin necesidad de psicotrópicos se desliza por otras realidades, no tiene ninguna dificultad para levantar la mirada de su vaso de agua con gas y ver una concurrencia de brujas con bocas llenas de dientes y sapos gigantes, hinchando sus chepas, a un ritmo trepidante y compulsivo, lleno de discordia y presunción, que fomenta un estado de hilaridad sardónica.
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