«Solía ir a los acantilados que recortaban la isla de Menorca por la zona norte. Allí la Tramontana siempre estaba presente.
Iba a correr entre las rocas y me imponía hacerlo por el borde. No era siempre posible. A veces tenía que gatear y confiar en un equilibrio que no siempre me amparaba. Era muy estimulante: cerca y lejos, lejos y cerca. El abismo, mis manos sobre la caliza ennegrecida, la inmensidad del mar que a veces se unía con el cielo. Y resultaba difícil distinguir qué estaba arriba y qué estaba abajo. Entonces, toda tu atención límbica se centraba en la gravedad.
Mientras, el sol iba emergiendo al otro lado de la isla. Así que el ambiente en ese lugar en el que me encontraba tenía una oscuridad lumínica difícil de describir, sólo comparable a las atmósferas oníricas.
Un día, mientras subía por una oquedad, que era el único tramo por el que podía hacer mi ruta, una especie de balcón quebrado por el que se asomaba un fondo sombrío, me encontré con un cuervo. Nos distanciaban unos tres metros. Él estaba de espaldas, mirando con absoluta quietud la inmensidad del azul plomizo. Mi mente estaba vacía, como lo está siempre en estos espacios. Es un estado primigenio. No hay lenguaje ni emoción sólo un estar estando. Y entonces el cuervo se dio la vuelta y nos miramos durante un rato muy largo y muy profundo.
Lo sé porque tras el encuentro me sangraban las manos.
Lo que ocurrió en ese encuentro sólo puedo describirlo como el preludio de una amistad.»
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